
Nací en 1984, en Tremp, un pequeño pueblo del Pirineo catalán, en el norte de España. El país aún despertaba de una larga y opresiva dictadura: la transición democrática se vivía mientras se construía, con todas sus grietas a la vista.
Crecí en un mundo paralelo, casi mágico. Mis padres, hippies de los años setenta, abandonaron el ruido urbano para reconstruir un pueblo abandonado en el Pirineo (Rivert), junto a un grupo de amigxs artistas: pintorxs, músicxs, biólogxs, artesanxs. Me crió una tribu de personas que habitaban la imaginación como forma de resistencia y de vida.
Más adelante, mi madre, pintora infatigable, nos llevó a mi hermano y a mí a un trozo de tierra árido en Elche. Allí, sola con dos hijxs, nos enseñó a no tener miedo, a crear desde la nada, a confiar en la belleza. Leíamos con velas, sacábamos agua de un pozo, y la vimos convertir el vacío en un jardín mediterráneo lleno de vida.
Pero hubo otra figura que marcó mi forma de estar en el mundo: mi tío Eduardo, un hombre homosexual que fue para mí como mi padre. Su amor, su sensibilidad y su amistad profunda con mi madre me enseñaron, desde muy niña, que las identidades disidentes no sólo merecen respeto, sino también cuidado, celebración y espacio. Gracias a él, mi vínculo con la comunidad LGTBQ+ es íntimo, real y amoroso. No es una “mirada desde fuera”, sino una herencia afectiva.
Por eso, cuando fotografío, no busco imágenes bellas en un sentido superficial. Me mueve una ética del respeto y la ternura. Me importa lo que se ve, pero aún más cómo se mira, desde dónde, con qué implicación. Acompaño desde lo humano. No busco poseer a quien retrato, sino abrir espacio para que se muestre desde su verdad.
Aunque estudié Educación Especial en la Universidad de Granada, convencida de que los márgenes son lugares de potencia, durante muchos años trabajé en empleos precarios, lejos de lo que soñaba. El arte, en aquel entonces, parecía un privilegio ajeno. Hasta que en 2013 pude comprar mi primera cámara réflex, una Nikon D300. Desde entonces no la solté. Aprendí de forma autodidacta, pero con los ojos entrenados desde la infancia: en mi casa todo, las paredes, los gestos, los colores, la comida, era composición, expresión y emoción.
Empecé con la fotografía gastronómica, sin más intención que alimentar un blog, pero poco a poco me fueron llamando para trabajos profesionales. Sin embargo, fue al girar la cámara hacia las personas cuando sentí que algo esencial se activaba en mí. Allí encontré lo que realmente quería contar: cuerpos, vínculos, ternura, deseo, rebeldía, mundos reales e imaginados.
Desde hace cuatro años trabajo profesionalmente como fotógrafa, y desde hace dos me dedico también al retrato, a documentar procesos, territorios e historias vivas. Lo hago desde una sensibilidad radical, convencida de que la belleza no es evasión sino trinchera, y que las grietas, personales y colectivas, también merecen ser habitadas con dignidad.
Todo lo que soy hoy ha sido construido con mis propias manos, y con el sostén invisible pero poderoso del legado artístico, afectivo y espiritual de mi familia, la de sangre y la elegida. No vengo del privilegio, pero vengo del amor, del cuidado compartido y de una voluntad obstinada de seguir creando y encontrando belleza, incluso en los márgenes, incluso cuando nadie te mira.